Las paredes de nuestra casa supuestamente eran blancas. Pero nunca me las acuerdo como blancas. Al principio, eran grises. Después se pusieron negras, por el polvillo del carbón. 

Mi papá era un trabajador del carbón, pero no de los que trabajan en una mina. ¿Alguna vez has visto hacer carbón? Las bolsitas que comprás en cualquier negocio para hacer el asado vienen de algún lugar, y la verdad es que la carbonería es un trabajo muy sucio. Mi viejo solía trabajar abajo de un techo de chapa en nuestro patio y después le tocaba embolsar todos los pedazos de carbón para poder venderlos en el mercado. Bueno, no era sólo él. Tenía sus pequeños ayudantes, eh. Antes del colegio, nos despertábamos con mi hermanita para ayudarlo. Teníamos 9 ó 10 años, que es la edad perfecta para embolsar carbón, porque lo podés transformar en un juego. Cuando llegaba el camión, teníamos que llevar las bolsas pasando por el living y después pasar por la puerta de entrada, así que en definitiva, toda nuestra casa quedaba totalmente negra.

Pero con eso comíamos, y de esa forma mi padre nos salvó de que nos sacaran la casa.

Durante un tiempo, cuando yo era un bebé, a mis padres les iba bien. Pero después mi papá trató de hacer una buena acción para alguien, y eso nos cambió la vida. Un amigo le pidió que le saliera de garante para su casa, y mi papá confió en él. Pero el tipo dejó de pagar y de un día para el otro, desapareció. Así que el banco fue directamente a buscar a mi viejo, que se encontró ahogado teniendo que pagar por dos casas y encima tener que alimentar a nuestra familia.

Su primer negocio no fue el carbón. Trató de convertir la parte del frente de nuestra casa en un pequeño negocio. Compraba bidones de lavandina, cloro, detergentes, todas cosas de limpieza; después los dividía en botellitas y los vendía en nuestro living. Si vivías en nuestro barrio, no tenías que ir a un negocio para comprar un envase de CIF. Era carísimo. Entonces venías a lo de los Di María y mi mamá te vendía un pote por un precio mucho más conveniente.

Todo andaba bastante bien hasta que un día, el varoncito les arruinó todo y por poco no se mató.

Sí, es verdad, ¡de chiquito yo era un hijo de puta!

No es que en verdad fuera “malo”, es sólo que tenía demasiada energía. Era hiperactivo. Un día, mi mamá estaba vendiendo en nuestro “negocio” y yo estaba jugando en el andador. El portón de entrada estaba abierto, cosa de que los clientes pudieran pasar, mi mamá se distrajo, yo empecé a caminar… a caminar… seguí caminando…. ¡tenía ganas de explorar, viste!

Me fui directo a la mitad de la calle y mi mamá tuvo que correr como loca para salvarme de que me atropellara un auto. Por la manera en que ella lo cuenta, fue bastante dramático. Ese fue el último día del negocio de limpieza de Di María. Mi mamá le dijo a mi papá que era demasiado peligroso, y que teníamos que buscar algo distinto.

Ahí fue cuando él escuchó que había una persona que traía los barriles de carbón de Santiago del Estero. Pero lo gracioso es que ni siquiera teníamos la plata como para poder vender carbón. Mi viejo tuvo que convencer a esta persona para que le mandara los primeros cargamentos, cosa de que él los vendiera y así empezar a pagarle.

Así que cuando mi hermana o yo pedíamos por golosinas o cualquier cosa, mi papá nos decía: “¡Estoy pagando dos casas y encima un camión lleno de carbón!”.

Me acuerdo de que un día estábamos embolsando el carbón con mi papá, y hacía mucho frío y llovía. Estábamos abajo del techo de chapa. Era durísimo estar ahí. Después de un rato, yo me iba al colegio, que estaba más calentito. Pero mi papá se quedaba embolsando ahí todo el día, sin pausa. Porque si no lograba vender el carbón ese día, nosotros no teníamos nada para comer, así de simple. Y yo pensaba, y de verdad lo creía: Va a llegar un momento en que todo cambie para bien.

Por eso, yo al fútbol le debo todo.